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Cuando las cicatrices florecen... (Parte II)

  • Foto del escritor: Anto-azul
    Anto-azul
  • 15 oct
  • 2 Min. de lectura

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Hay un momento en que la herida deja de doler y empieza a contar.


No es inmediato ni perfecto: a veces se abre con el recuerdo, otras se duerme bajo la calma. Pero un día —sin aviso— algo germina en su borde: una comprensión nueva, una luz pequeña que ya no hiere.


Las cicatrices florecen cuando dejamos de pedirles que desaparezcan. Cuando entendemos que no fueron castigo, sino rastro. Que no se trata de borrar, sino de integrar.


Cada una de ellas, es una raíz hacia adentro. Nos conecta con lo que fuimos, con lo que tembló, con lo que aún late bajo la piel.Y en esa raíz, que parecía seca, puede brotar algo dulce: un modo distinto de mirar, de cuidar, de amar.


Hay cicatrices que se vuelven brújula, otras refugio. Algunas nos enseñan a poner límites, otras a perdonar. Todas, sin excepción, nos devuelven al cuerpo: ese territorio sagrado donde la vida insiste, incluso después del miedo.


Florecer no es olvidar, es permitir que de lo roto nazca algo más sabio, más tierno, más nuestro. Y entonces comprendemos: las cicatrices no son señales del fin, sino de todo lo que pudo seguir creciendo después.


***

(La piel recuerda. Aun cuando creemos haber olvidado, ella guarda. Cada roce, cada sol, cada despedida deja su trazo invisible, como un lenguaje antiguo que solo se lee con el tacto).

***


La piel es territorio sagrado. Allí se asienta la historia del cuerpo y la historia de quienes hemos amado. Es el lugar donde habitamos el presente y donde el alma, paciente, escribe lo que el corazón no se atreve a decir en voz alta.


Hay pieles que aprendieron a protegerse con silencio. Otras que se abren al mundo como flores que ya no temen al viento.Y todas, en su diversidad, nos enseñan que vivir es también dejarse tocar por la vida, con sus espinas y sus perfumes.


Cuando miramos nuestra piel con ternura, recordamos que el renacimiento no es volver a ser lo que fuimos, sino permitirnos ser lo que aún no habíamos descubierto. El cuerpo se vuelve entonces un jardín: las cicatrices, caminos de savia; los poros, ventanas del alma; y la respiración, ese puente constante entre lo visible y lo invisible.


En la piel habita la memoria, pero también la posibilidad.

Renacer no es rehacerse desde la nada, sino honrar lo vivido y seguir floreciendo, -una y otra vez-, sobre la misma tierra que nos sostiene.

 
 
 

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